La Casa de la Arena
Sutiles corredores que el viento muda a todas partes con pasos
muy lentos y flores que buscan luz para poder crecer. Hay muy pocas en la casa de la arena y todas sabiéndolo
o no, indagan en los destellos de las mañanas o en las penúltimas horas del
crepúsculo, reclutando su presencia inquieta por la claridad, como si en las
paredes blancas estuviera su destino más preciado.
No existen patrones definidos ni siquiera estructuras
comprobables, solo se pueden hallar
pequeñas perlas que te observan a través de sus prismas multicolores. Los
árboles se escrutan entre sí con pausados saludos y en sus ramas las hojas nos
muestran espejos sutiles de la playa cercana, apenas divisable. Queda poco por
ver. Todo esta modelado como en una foto antigua, como si el tiempo se hubiera
detenido para observar el polvo que flota en la trastienda del patio o
esperando quizás que algún despojo de diarios menesteres olvidados, sin
pensarlo, a orillas del agua que moja el alma y sus contornos, nos traiga
nuevamente de aquel pasado tierno las verdaderas reliquias de las palabras dichas.
Allí la clara y escueta morada, con sus ojos muy abiertos
hacia la profundidad del agua, volcando una magra imagen de relieves perdidos sobre
aquella ruana de matices púrpuras y añiles.
Siempre estoy llegando, apresurando deseos, por excavados
caminos de infinita y terca razón, quizás tratando de alcanzar lo irrenunciable
de mis pensamientos.
Son muchos días recorridos con miradas puestas en sugestivos
paisajes, pero ninguno como en el que ansío detenerme, para poder arrancarme la
pesada carga de la cual me han provisto, bellísimas imágenes de espanto y de
locura.
Resuena el aire en la profundidad de la garganta próxima y
en el recodo del último pasadizo que contornea el camino ya puedo sentir su presencia.
Una magnifica fachada, dueña de una pobreza y humillación
única, donde habitan olvidos y recuerdos.
Ninguno me es ajeno, son tan propios como la inmensa arena que recubre
todo y resiste inquebrantablemente un destino incierto. Solo pájaros, brisas,
un sol pesado que trata de no caer, con largas sombras que se reclinan a su lado y anuncian al
paisaje que la tarde muere. El horizonte
intuye el final de aquel refugio, macizo y frágil en su misma esencia.
Amo intensamente vivenciar el instante sublime y caigo en
una tolvanera de insípidos reflejos, de
ensueños profundos y crudos mensajes, que aclaman en mi memoria certidumbres y
cálidos encuentros. Episodios de un amor itinerante, viejos reproches y
renovados miedos.
Es en ese instante donde la negritud comienza a esparcirse,
donde el silencio manda a callar todos los ecos y la quietud avanza sin soltura,
mi cuerpo anhela como aquellas pocas flores que habitan en la arena, buscar tu
luz, para nacer de nuevo….
30/04/2012
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