sábado, 7 de mayo de 2011



   
Ernesto Sábato
(1911-2011)
En "Antes del Fin" 1999
Seix Barral Barcelona

Veo las noticias y corroboro que es inadmisible abandonarse tranquilamente a la idea de que el mundo superará sin más la crisis que atraviesa.
El desarrollo facilitado por la técnica y el dominio económico han tenido consecuencias funestas para la humanidad. Y, como en otras épocas de la historia, el poder, que en un principio parecía el mejor aliado del hombre, se prepara nuevamente para dar la última palada de tierra sobre la tumba de su colosal imperio.
«Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión.» En el ocaso del siglo xx, cómo dudar de la veracidad de estas palabras de Camus. Sin embargo, hay quienes pretenden seguir hablando acerca del progreso de la Historia, en un acto suicida que pretende mirar de soslayo el patético legado racionalista.

La historia no progresa. Fue el gran Giambattista Vico el que lo dijo: «Corsi e recorsi.» La historia está regida por un movimiento de marchas y contramarchas, idea que retomó Schopenhauer y luego, Nietzsche. El progreso es únicamente válido para el pensamiento puro. Las matemáticas de Einstein son evidentemente superiores a las de Arquímedes. El resto, prácticamente lo más importante, ocurre de la corteza cerebral para abajo. Y su centro es el corazón. Esa misteriosa víscera, casi mecánica bomba de sangre, tan nada al lado de la innumerable y laberíntica complejidad del cerebro, pero que por algo nos duele cuando estamos frente a grandes crisis. Por motivos que no alcanzamos a comprender, el corazón parece ser el que más acusa los misterios, las tristezas, las pasiones, las envidias, los resentimientos, el amor y la soledad, hasta la misma existencia de Dios o del Demonio. El hombre no progresa, porque su alma es la misma. Como dice el Eclesiastés, «no hay nada nuevo bajo el sol», y se refiere precisamente al corazón del hombre, en todas las épocas habitado por los mismos atributos, empujado a nobles heroísmos, pero también seducido por el mal. La técnica y la razón fueron los medios que los positivistas postularon como teas que iluminarían nuestro camino hacia el Progreso. ¡Vaya luz que nos trajeron! El fin de siglo nos sorprende a oscuras, y la evanescente claridad que aún nos queda parece indicar que estamos rodeados de sombras. Náufrago en las tinieblas, el hombre avanza hacia el próximo milenio con la incertidumbre de quien avizora un abismo.
En 1951 publiqué Hombres y engranajes. Desgraciadamente, se ha cumplido aquella intuición por la que recibí tal cantidad de críticas por parte de los famosos progresistas que, durante diez años, me quitaron los deseos de volver a publicar.
Más de cuarenta años han pasado desde la aparición de aquel balance espiritual de mi existencia, escrito en medio de las grandes convulsiones del mundo. Ahora, gran parte de lo que allí expuse es una escalofriante realidad. Muchos de los que entonces me atacaron y me ridiculizaron, acusándome de oscurantista, recién están comprendiendo el mundo atroz que hemos engendrado.
Allí expuse mi desconfianza y mi preocupación por el mundo tecnólatra y cientificista, por esa concepción del ser humano y de la existencia que empezó a sobrevalorarse cuando el semidiós renacentista se lanzó con euforia hacia la conquista del universo, cuando la angustia metafísica y religiosa fue reemplazada por la eficacia, la precisión y el saber técnico. Aquel irrefrenable proceso acabó en una terrible paradoja: la deshumanización de la humanidad. En ese libro, hace más de medio siglo, escribí:
Esta paradoja, cuyas últimas y más trágicas consecuencias padecemos en la actualidad, fue el resultado de dos fuerzas dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con ellas, el hombre conquista el poder secular. Pero - y ahí está la raíz de la paradoja - esa conquista se hace mediante la abstracción: desde el lingote de oro hasta el «clearing», desde la palanca hasta el logaritmo, la historia del creciente dominio del hombre sobre el universo ha sido también la historia de las sucesivas abstracciones. El capitalismo moderno y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una abstracta fantasmagoría de la que también forma parte el hombre, pero no ya el hombre concreto e individual sino el hombre-masa, ese extraño ser con aspecto todavía humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima. Éste es el destino contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios, proclamando su voluntad de dominio y transformación de las cosas. Ignoraba que también él llegaría a transformarse en cosa.
No fueron aquellos pensamientos improvisados, sino avalados por grandes pensadores existenciales, por espíritus profundos y visionarios como Pascal, Buber, Berdiaev, Nietzsche, Unamuno, Jaspers, Schopenhauer, Emerson, Thoreau. Muy importantes en mi formación fueron Dostoievski, con su trascendental subsuelo, y Kierkegaard, que había colocado sus bombas en los cimientos de la catedral hegeliana. La prensa de su país y los luteranos lo caricaturizaron bárbaramente, justo a él, que era una especie de Cristo redivivo. En cuanto a lo que podría llamar fundamentos sociológicos e históricos, fueron de gran valor los estudios de Mumford, Denis de Rougemont, Pirenne, Von Martin, y tantos otros que, como profetas en el desierto, anunciaron la tragedia que se avecinaba. Cuando los motores de la Revolución Industrial se pusieron en movimiento, el hombre se vió trágicamente desplazado. Pero también aumentó la resistencia de espíritus lúcidos e intuitivos que encarnaron valiente y tumultuosamente la rebelión romántica. Grandes poetas y pensadores de aquel movimiento advirtieron las consecuencias que ocasionaría la desacralización del cosmos y del ser humano. Muchos fueron calumniados, empujados al alcohol o hacia un triste exilio. Como le ocurrió al genial Shelley, que en unos versos había vaticinado: «Un pueblo muere de hambre en campos no labrados.»
Aquellas advertencias no sólo no fueron escuchadas, sino que además fueron burladas por la prepotencia racionalista. Guerras mundiales, terribles dictaduras de izquierda y de derecha, suicidios en masa, resurgimiento de neonazismos, aumento de la criminalidad infantil, profunda depresión. Todo corrobora que en el interior de los Tiempos Modernos, fervorosamente alabados, se estaba gestando un monstruo de tres cabezas: el racionalismo, el materialismo y el individualismo. Y esa criatura que con orgullo hemos ayudado a engendrar, ha comenzado a devorarse a sí misma.
Hoy no sólo padecemos la crisis del sistema capitalista, sino de toda una concepción del mundo y de la vida basada en la deificación de la técnica y la explotación del hombre.
La materialización del Universo, legítima para los poliedros y las reacciones químicas, ha sido dramática para la futura supervivencia del hombre. Enloquecidos por ser aceptados por el hiperdesarrollo, hemos cometido el gravísimo error de perder nuestro ser original imitando a los imperios de la máquina y del delirio tecnológico.
Una vez que el logos se tecnificó, el proceso de industrialización y mecanización ha sido paralelo al perfeccionamiento de los medios de tortura y exterminio.
El terrorismo internacional, el horror de Bosnia, el recrudecimiento de los conflictos de Medio Oriente, y esas heridas sobre la carne del mundo que son las calles de Calcuta confirman que Hannah Arendt tenía razón al afirmar, ya en los años cincuenta, que la crueldad de este siglo sería insuperable.
Hace escasos años, dos potencias se disputaban el mundo. Fracasado el comunismo, se difundió la falacia de que la única alternativa es el neoliberalismo. En realidad, es una afirmación criminal, porque es como si en un mundo en que sólo hubiese lobos y corderos nos dijeran: «Libertad para todos, y que los lobos se coman a los corderos.»
Se habla de los logros de este sistema cuyo único milagro ha sido el de concentrar en una quinta parte de la población mundial más del ochenta por ciento de la riqueza, mientras el resto, la mayor parte del planeta, muere de hambre en la más sórdida de las miserias. Habría que plantearse qué se entiende por neoliberalismo, porque en rigor, nada tiene que ver con la libertad. Al contrario, gracias al inmenso poder financiero, con los recursos de la propaganda y las tenazas económicas, los Estados poderosos se disputan el dominio del planeta.
El absolutismo económico se ha erigido en poder. Déspota invisible, controla con sus órdenes la dictadura del hambre, la que ya no respeta ideologías ni banderas, y acaba por igual con hombres y mujeres, con los proyectos de los jóvenes y el descanso de nuestros ancianos.
Un ejemplo de la deshumanización a que este sistema nos está llevando es Brasil: mientras cuarenta millones de hambrientos pueblan el nordeste, en San Pablo hay casi un millón de chiquitos sin hogar, que roban por las calles para poder comer alguna cosa, forzados a prostituirse en su niñez, rematados por cien o doscientos dólares, asesinados por comandos especializados, secuestrados y muertos para vender sus órganos a los laboratorios del mundo.
Me contó un sacerdote dominico, profesor de teología en la Universidad de San Pablo, que un estudio elaborado por la policía federal reveló que en los últimos tres años, cuatro mil seiscientos niños fueron asesinados en el país.
Miles de niños latinoamericanos son exportados desde su país de origen a Europa, Estados Unidos y Japón; y hay suficientes indicios que prueban la existencia de criaturas sacrificadas, sobre todo en Brasil, Honduras, Guatemala y México.
Trágicamente, la hermana Martha Pelloni me ha mostrado que hechos atroces similares están ocurriendo en la Argentina.
Para todo hombre es una vergüenza, un crimen, que existan doscientos cincuenta millones de niños explotados en el mundo. Obligados a trabajar desde los cinco, seis años en oficios insalubres, en jornadas agotadoras por unas monedas, cuando tienen suerte, porque muchos chiquitos trabajan en regímenes de esclavitud o semiesclavitud, sin protección legal ni médica.
Estos millones de niños, analfabetos, más flacos, más bajos que nuestros niños que van a las escuelas, sufren enfermedades infecciosas, heridas, amputaciones y vejaciones de todo tipo.
Se los encuentra en las grandes ciudades del mundo tanto como en los países más pobres. En América Latina, quince millones de niños son explotados.
Cuando uno se acerca a esta realidad, de inmediato recuerda la historia de los niños que trabajaban en las minas de carbón en épocas de la Revolución Industrial. Situaciones que parecían definitivamente atrás, están hoy al alcance de nuestros ojos. Representan la involución de las conquistas sociales que se lograron con sangre a través de siglos. Hoy en el mundo ya no hay respeto por las horas de trabajo, por la jubilación, por los derechos a la educación y a la salud. Enfermedades que creíamos vencidas han vuelto: tuberculosis, sífilis, cólera.
El estado de desprotección y violencia en el que se encuentran expuestos los chiquitos nos demuestra palmariamente que vivimos un tiempo de inmoralidad. Estos hechos aberrantes nos absorben como un vórtice, haciendo realidad las palabras de Nietzsche: «Los valores ya no valen.»
Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano.
Son excluidos los pobres que quedan fuera de la sociedad porque sobran. Ya no se dice que son «los de abajo» sino «los de afuera».
Son excluidos de las necesidades mínimas de la comida, la salud, la educación y la justicia; de las ciudades como de sus tierras. Y estos hombres que diariamente son echados afuera, como de la borda de un barco en el océano, son la inmensa mayoría.
Tantos valores liquidados por el dinero y ahora el mundo, que a todo se entregó, para crecer económicamente, no puede albergar a la humanidad.
Para conseguir cualquier trabajo, por mal pago que sea, los hombres ofrecen la totalidad de sus vidas. Trabajan en lugares insalubres, en sótanos, en barcos factoría, hacinados y siempre bajo la amenaza de perder el empleo, de quedar excluidos.
Al parecer, la dignidad de la vida humana no estaba prevista en el plan de globalización. La angustia es lo único que ha alcanzado niveles nunca vistos. Es un mundo que vive en la perversidad, donde unos pocos contabilizan sus logros sobre la amputación de la vida de la inmensa mayoría. Se ha hecho creer a algún pobre diablo que pertenece al Primer Mundo por acceder a los innumerables productos de un supermercado. Y mientras aquel pobre infeliz duerme tranquilo, encerrado en su fortaleza de aparatos y cachivaches, miles de familias deben sobrevivir con un dólar diario. Son millones los excluidos del gran banquete de los economicistas.
Cuando por la calle veo tantos negocios cerrados, o vecinos del barrio me detienen para decirme que no podrán seguir manteniendo su tallercito, que no les rinden las ganancias para cubrir los impuestos, pienso en la corrupción y la impunidad, en el grosero despilfarro y en la opulencia amoral de unos cuantos individuos, y tengo la sensación de que estamos en el hundimiento de un mundo donde, a la vez que cunde la desesperación, aumenta el egoísmo y el «sálvese quien pueda». Mientras  los más desafortunados sucumben en la profundidad de las aguas, en algún rincón ajeno a la catástrofe, en medio de una fiesta de disfraces siguen bailando los hombres del poder, ensordecidos en sus bufonadas.
La educación pública creada por los grandes intelectuales que nos gobernaron en el siglo pasado, que tuvieron la iniciativa de construir una educación primaria libre, gratuita y obligatoria es el fundamento de esta nación hoy en derrumbe.
En esas escuelitas de mi infancia, humildes maestras nos enseñaban a ser "buscadores de la verdad", como la negra Ozán, india, hija de un domador, que nos mantenía al trote, pero que a la vez, supo educarnos con cariñosa disciplina. Por aquel tiempo, tendría yo unos once años, era el dibujante de la clase, y en días como el 20 de junio pintaba con tizas de colores al general Belgrano haciendo jurar por su ejército dos franjas de género celeste y una blanca, que por aquel acto serían capaces de convocar batallas y arrastrar a sus hombres a la muerte o a la victoria, porque ese paño, a menudo sucio y maltrecho, era el símbolo de la Patria.
En un crisol casi único en el mundo, los hijos de pobres inmigrantes, mientras sus padres les narraban historias de tierras lejanas, en aquellas escuelas escuchaban con devoción la vida de sus próceres, Belgrano y San Martín. O como en el día de la Independencia, cuando izábamos en el patio la bandera a los sones del Himno Nacional y aguardábamos el chocolate caliente, ateridos por el frío pampeano.
Así aprendimos a amar a la Patria, con un noble sentimiento que congrega, porque quien ama verdaderamente a su patria, comprende y respeta a las demás; a la inversa del patrioterismo, que es bajo y mezquino, presuntuoso, plagado de la vanidad que nos aleja y nos hace odiar. Lo que ocurre con tantas potencias que se consideran superiores por el solo hecho de dominar a las demás naciones.
Desde la siniestra noche en que los estudiantes fueron expulsados de la Universidad a bastonazos, para encerrarlos en las cárceles, cuando miles de universitarios e intelectuales debieron irse del país, y luego, cuando fuimos conocidos por las atrocidades cometidas durante la dictadura, lo único que nos rescató del menosprecio universal fue el alto nivel de nuestros profesores, ingenieros, biólogos, médicos, físicos, matemáticos, astrónomos, escritores y artistas que eran convocados desde todas partes del mundo, poniéndonos por encima de países altamente desarrollados. Un arquitecto de apellido Pelli ha deslumbrado a los norteamericanos por la originalidad de sus construcciones. Y un hijo o nieto de inmigrantes, como Milstein, llegó a ser Premio Nobel por su revolucionario avance en el campo de la genética, pero debió ir a la Universidad de Cambridge porque aquí ni siquiera tenía los aparatos necesarios para confirmar sus ideas.
Toda educación depende de la filosofía de la cultura que la presida; y debido a estos obsecuentes imitadores de los "países avanzados" —¿avanzados en qué?— corremos el peligro de propagar aún más la robotización. Debemos oponernos al vaciamiento de nuestra cultura, devastada por esos economicistas que sólo entienden del Producto Bruto Interno —jamás una expresión tan bien lograda—, que están reduciendo la educación al conocimiento de la técnica y de la informática, útiles para los negocios, pero carente de los saberes fundamentales que revela el arte.
Esta educación es sólo accesible a quienes queden incluidos dentro de los muros de nuestra sociedad, ya que el mundo de la técnica y la informática, que supuestamente nos iba a acercar unos a otros, significó, para la inmensa mayoría, un abismo insalvable.
En esta primavera de 1998, esperando las primeras luces del amanecer, que siempre o casi siempre, renuevan una esperanza, medito en este país destruido y ensuciado por los gobernantes y la mayor parte de los políticos. Tan lejos, tanto, de la Argentina de mi adolescencia, con extraordinarias universidades que grandes hombres ha dado al mundo, pero que hoy es apenas la ruina de un hermosísimo castillo.
Por todo esto, en distintas oportunidades he visitado a los maestros que desde hace más de un año ayunan en la Carpa Blanca, frente al Congreso. Símbolo conmovedor de esa reserva que salvará al país, si logramos recuperar los valores éticos y espirituales de nuestros orígenes. La educación es lo menos material que existe, pero lo más decisivo en el porvenir de un pueblo, ya que es su fortaleza espiritual; y por eso es avasallada por quienes pretenden vender al país como oficinas de los grandes consorcios extranjeros. Sí, queridos maestros, continúen resistiendo, porque no podemos permitir que la educación se convierta en un privilegio.











   












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